I. LA ELECCIÓN DEL HISTORIADOR
La palabra historia es muy vieja, tan vieja que a veces ha llegado a cansar. Cierto que muy rara vez se ha llegado a querer eliminarla del vocabulario. Incluso los sociólogos de la escuela durkheimiana la admiten. Pero sólo para relegarla al último rincón de las ciencias del hombre: especie de mazmorras, donde arrojan los hechos humanos, considerados a la vez los más superficiales y los más fortuitos, al tiempo que reservan a la sociología todo aquello que les parece susceptible de análisis racional.
A esa palabra, por el contrario, le conservaremos nosotros aquí su más amplia significación. No nos veda de antemano ningún género de investigación, ya se proyecte de preferencia hacia el individuo o hacia la sociedad, hacia la descripción de las crisis momentáneas o hacia la búsqueda de los elementos más durables; no encierra en sí misma ningún credo; no compromete a otra cosa, según su etimología original, que a la "investigación". Sin duda desde que apareció, hace más de dos milenios, en los labios de los hombres, ha cambiado mucho de contenido. Ése es el destino, en el lenguaje, de todos los términos verdaderamente vivos. Si las ciencias tuvieran que buscarse un nombre nuevo cada vez que hacen una conquista, ¡cuántos bautismos habría y cuánta pérdida de tiempo en el reino de las academias!
Pero por el hecho de que permanezca apaciblemente fiel a su glorioso nombre heleno, nuestra historia no será la misma que escribía Hecateo de Mileto, como la física de Lord Kelvin o de Langevin no es la de Aristóteles. ¿Qué es entonces la historia?
No es menos cierto que frente a la inmensa y confusa realidad, el historiador se ve necesariamente obligado a señalar el punto particular de aplicación de sus útiles; en consecuencia, a hacer en ella una elección, elección que, evidentemente, no será la misma que, por ejemplo, la del biólogo: que será propiamente una elección de historiador. Éste es un auténtico problema de acción. Nos seguirá a lo largo de nuestro estudio.
II. LA HISTORIA Y LOS HOMBRES
Se ha dicho alguna vez: "la Historia es la ciencia del pasado". Me parece una forma impropia de hablar.Porque, en primer lugar, es absurda la idea de que el pasado, considerado como tal, pueda ser objeto de la ciencia. Porque ¿cómo puede ser objeto de un conocimiento racional, sin una delimitación previa, una serie de fenómenos que no tienen otro carácter común que el no ser nuestros contemporáneos? ¿Cabe imaginar en forma semejante una ciencia total del Universo en su estado actual?
Sin duda, en los orígenes de la historiografía estos escrúpulos no embarazaban apenas a los viejos analistas. Contaban confusamente acontecimientos sólo unidos entre sí por la circunstancia de haberse producido aproximadamente en el mismo momento: los eclipses, las granizadas, la aparición de sorprendentes meteoros, con las batallas, los tratados, la muerte de héroes y reyes. Pero en esta primera memoria de la humanidad, confusa como una percepción infantil, un esfuerzo de análisis sostenido ha realizado poco a poco la clasificación necesaria. Es cierto que el lenguaje, por esencia tradicionalista, conserva voluntariamente el nombre de historia a todo estudio de un cambio en la duración... La costumbre carece de peligro, porque no engaña a nadie. En este sentido hay una historia del sistema solar, yi que los astros que lo componen no han sido siempre como los vemos. Esa historia incumbe a la astronomía. Hay una historia de las erupciones volcánicas que seguramente tiene el mayor interés para la física del globo. Esa historia no pertenece a la historia de los historiadores.
O, por lo menos, no le pertenece quizás más que en la medida en que se viera que sus observaciones, por algún sesgo especial, se unen a las preocupaciones específicas de nuestra historia de historiadores. ¿Entonces, cómo se establece en la práctica la repartición de las tareas? Un ejemplo bastará para que lo comprendamos, mejor, sin duda, que muchos discursos.
En el siglo X de nuestra era había un golfo profundo, el Zwin, en la costa flamenca. Después se cegó. ¿A qué rama del conocimiento cabe asignar el estudio de este fenómeno? Al pronto, todos responderán que a la geología. Mecanismo de los aluviones, función de 'las corrientes marítimas, cambios tal vez en él nivel de los océanos. ¿No ha sido creada y traída al mundo la geología para que trate de todo eso? Sin duda. No obstante, cuando se examina la cuestión más de cerca, descubrimos que las cosas no son tan sencillas. ¿Se trata ante todo de escrutar los orígenes de la transformación? He aquí ya a nuestro geólogo obligado a plantearse cuestiones que no son estrictamente de su incumbencia. Porque, sin duda, el colmataje fue cuando menos favorecido por la construcción de diques, por la desviación de canales, por desecaciones: actos humanos, nacidos de necesidades colectivas y que sólo fueron posibles merced a una estructura social determinada.
En el otro extremo de la cadena, nuevo problema: el de las consecuencias. A poca distancia del fondo del golfo había una ciudad: Brujas, que se comunicaba con él por corto trecho de río. Por las aguas del Zwin recibía o expedía la mayor parte de las mercancías que hacían de ella, guardando todas las proporciones, el Londres o el Nueva York de aquel tiempo. El golfo se fue cegando, cada día más ostensiblemente. Buen trabajo tuvo Brujas, a medida que se alejaba la superficie inundada, de adelantar cada vez más sus antepuertos: fueron quedando paralizados sus muelles. Sin duda no fue ésa la única causa de su decadencia. ¿Actúa alguna vez lo físico sobre lo social sin que su acción sea preparada, ayudada o permitida por otros factores que vienen ya del hombre? Pero en el movimiento de las ondas causales, aquella causa cuenta al menos, sin duda, entre las más eficaces.
Ahora bien, la obra de una sociedad que modifica según sus necesidades el suelo en que vive es, como todos percibimos por instinto, un hecho eminentemente "histórico". Asimismo, las vicisitudes de un rico foco de intercambios; por un ejemplo harto característico de la topografía del saber, he ahí, pues, de una parte, un punto de intersección en que la alianza de dos disciplinas se revela indispensable para toda tentativa de explicación; de otra parte, un punto de tránsito, en que una vez que se ha dado cuenta de un fenómeno y que sólo sus efectos, por lo demás, están en la balanza, es cedido en cierto modo definitivamente por una disciplina a otra. ¿Qué ha ocurrido, cada vez, que haya parecido pedir imperiosamente la intervención de la historia? Es que ha aparecido lo humano.
En efecto, hace mucho que nuestros grandes antepasados, un Michelet y un Fustel de Coulanges, nos habían enseñado a reconocerlo: el objeto de la historia es esencialmente el hombre. Mejor dicho: los hombres. Más que el singular, favorable a la abstracción, conviene a una ciencia de lo diverso el plural, que es el modo gramatical de la relatividad. Detrás de los rasgos sensibles del paisaje, de las herramientas o de las máquinas, detrás de los escritos aparentemente más fríos y de las instituciones aparentemente más distanciadas de los que las han creado, la historia quiere aprehender a los hombres. Quien no lo logre no pasará jamás, en el mejor de los casos, de ser un obrero manual de la erudición. Allí donde huele la carne humana, sabe que está su presa.
Del carácter de la historia, en cuanto conocimiento de los hombres, depende su posición particular frente al problema de la expresión. ¿Es la historia una ciencia o un arte? Hacia 1800 les gustaba a nuestros tatarabuelos discernir gravemente sobre este punto. Más tarde, por los años de 1890, bañados en una atmósfera de positivismo un tanto rudimentaria, se pudo ver cómo se indignaban los especialistas del método porque en los trabajos históricos el público daba importancia, según ellos excesiva, a lo que se llamaba la "forma". ¡El arte contra la ciencia, la forma contra el fondo! ¡Cuántas querellas que más vale mandar al archivo de la escolástica!
No hay menos belleza en una exacta ecuación que en una frase precisa. Pero cada ciencia tiene su propio lenguaje estético. Los hechos humanos son esencialmente fenómenos muy delicados y muchos de ellos escapan a la medida matemática. Para traducirlos bien y, por lo tanto, para comprenderlos bien (¿acaso es posible comprender perfectamente lo que no se sabe decir?) se necesita gran finura del lenguaje, un color adecuado en el tono verbal. Allí donde es imposible calcular se impone sugerir. Entre la expresión de las realidades del mundo físico y la expresión de las realidades del espíritu humano, el contraste es, en suma, el mismo que entre la tarea del obrero que trabaja con una fresadora y la tarea del violero: los dos trabajan al milímetro, pero el primero usa instrumentos mecánicos 'de precisión y el violero se guía, sobre todo, por la sensibilidad del oído y de los dedos. No sería conveniente que uno y otro trataran de imitarse respectivamente. ¿Habrá quien niegue que hay un tacto de las palabras como hay un tacto de la mano?
III. EL. TIEMPO HISTÓRICO
"Ciencia de los hombres", hemos dicho. La frase es demasiado vaga todavía. Hay que agregar: "de los hombres en el tiempo". El historiador piensa no sólo lo “humano”. La atmósfera en que su pensamiento respira naturalmente es la categoría de la duración.
Es difícil, sin duda, imaginar que una ciencia, sea la que fuere, pueda hacer abstracción del tiempo. Sin embargo, para muchas ciencias que, por convención, dividen el tiempo en fragmentos artificialmente homogéneos, éste apenas representa algo más que una medida. Por el contrario e1 tiempo de la historia, realidad concreta y viva abandonada a su impulso irrevertible, es el plasma mismo en que se bañan los fenómenos y algo así como el lugar de su inteligibilidad. El número de segundos, de años o de siglos que exige un cuerpo radiactivo para convertirse en otros cuerpos, es un dato fundamental de la atomística. Pero que esta o aquella de sus metamorfosis haya ocurrido hace mil años, ayer u hoy, o que deba producirse mañana, es una consideración que interesa sin duda al geólogo, porque la geología es a su manera una disciplina histórica, mas deja al físico perfectamente impávido. En cambio, a ningún historiador le bastará comprobar que César necesitó ocho años para conquistar la Galia; que Lutero necesitó quince años para que del novicio ortodoxo de Erfurt saliera el reformador de Wittemberg. Le interesa mucho más señalar el lugar exacto que ocupa la conquista de la Galia en la cronología de las vicisitudes de las sociedades europeas; y sin negar en modo alguno lo que haya podido contener de eterno una crisis del alma como la del hermano Martín, no creerá haber rendido cuenta exacta de ella más que después de fijado con precisión su momento en la curva de los destinos simultáneos del hombre que fue su héroe y de la civilización que tuvo por clima.
Ahora bien, este tiempo verdadero es, por su propia naturaleza, un continuo. Es también cambio perpetuo. De la antítesis de estos dos atributos provienen los grandes problemas de la investigación histórica. Éste, antes que otro alguno, pues, pone en tela de juicio hasta la razón de nuestros trabajos. Consideremos dos períodos sucesivos demarcados en el suceder ininterrumpido de los tiempos. ¿En qué medida el lazo que establece entre ellos el flujo de la duración es mayor o menor que las diferencias nacidas de la propia duración? ¿Habrá que considerar el conocimiento del período más antiguo como necesario o superfluo para el conocimiento del más reciente?
VI. COMPRENDER EL PRESENTE POR EL PASADO
Visto de cerca, el privilegio de autointeligibilidad reconocido así al presente se apoya en una serie de extraños postulados. Supone en primer lugar que las condiciones humanas han sufrido en el intervalo de una o dos generaciones un cambio no sólo muy rápido, sino también total, como si ninguna institución un poco antigua, ninguna manera tradicional de actuar hubieran podido escapar a las revoluciones del laboratorio o de la fábrica. Eso es olvidar la fuerza de inercia propia de tantas creaciones sociales.
El hombre se pasa la vida construyendo mecanismos de los que se constituye en prisionero más o menos voluntario: ¿A qué observador que haya recorrido nuestras tierras del Norte no le ha sorprendido la extraña configuración de los campos? A pesar de las atenuaciones que las vicisitudes de la propiedad han aportado, en el transcurso del tiempo, al esquema primitivo, el espectáculo de esas sendas desmesuradamente estrechas y alargadas que dividen el terreno arable en un número prodigioso de parcelas, conserva todavía muchos elementos con que confundir al agrónomo. El derroche de esfuerzos que implica semejante disposición, las molestias que impone a quienes las trabajan son innegables. ¿Cómo explicarlo? Algunos publicistas demasiado impacientes han respondido: por el Código Civil y sus inevitables consecuencias. Modificad, pues —añadían—, nuestras leyes sobre la herencia y suprimiréis completamente el mal. Pero si hubieran sabido mejor la historia, si hubieran interrogado mejor también a una mentalidad campesina formada por siglos de empirismo, habrían considerado menos fácil el remedio. En realidad, esa división de la tierra tiene orígenes tan antiguos que hasta ahora ningún sabio ha podido explicarla satisfactoriamente; y es porque probablemente los roturadores de la época de los dólmenes tienen más que ver en este asunto que los legisladores del Primer Imperio. Al prolongarse por aquí el error sobre la causa, como ocurre casi necesariamente, a falta de terapéutica, la ignorancia del pasado no se limita a impedir el conocimiento del presente, sino que compromete, en el presente, la misma acción.
Pero hay más. Para que una sociedad, cualquiera que sea, pueda ser determinada enteramente por el momento inmediatamente anterior al que vive, no le bastaría una estructura tan perfectamente adaptable al cambio que en verdad carecería de osamenta; sería necesario que los cambios entre las generaciones ocurriesen sólo, si se me permite hablar así, a manera de fila india: los hijos sin otro contacto con sus antepasados que por mediación de sus padres.
Pero eso no ocurre ni siquiera con las comunicaciones puramente orales. Si volvemos la vista a nuestras aldeas descubrimos que los niños son educados sobre todo por sus abuelos, porque las condiciones del trabajo hacen que el padre y la madre estén alejados casi todo el día del hogar. Así vemos cómo se da un paso atrás en cada nueva formación del espíritu, y cómo se unen los cerebros más maleables a los más cristalizados, por encima de la generación que aporta los cambios. De ahí proviene ante todo, no lo dudemos, el tradicionalismo inherente a tantas sociedades campesinas. El caso es particularmente claro, pero no único. Como el antagonismo natural de los grupos de edad se ejerce principalmente entre grupos limítrofes, más de una juventud debe a las lecciones de los ancianos por lo menos tanto como a las de los hombres maduros.
Los escritos facilitan con más razón estas transferencias de pensamiento entre generaciones muy alejadas, transferencias que constituyen propiamente la continuidad de una civilización. Lutero, Calvino, Loyola: hombres de otro tiempo, sin duda, hombres del siglo XVI, a quienes el historiador que trata de comprenderlos y de hacer que se les comprenda deberá, ante todo, volver a situar en su medio,bañados por la atmósfera mental de su tiempo, de cara a problemas de conciencia que no son exactamente los nuestros. ¿Se osará decir, no obstante, que para la comprensión justa del mundo actual no importa más comprender la Reforma protestante o la Reforma católica, separadas de nosotros por un espacio varias veces centenario, que comprender muchos otros movimientos de ideas o de sensibilidad que ciertamente se hallan más cerca de nosotros en el tiempo pero que son más efímeros?
A fin de cuentas el error es muy claro y para destruirlo basta con formularlo. Hay quienes se representan la corriente de la evolución humana como una serie de breves y profundas sacudidas cada una de las cuales no dura sino el término de unas cuantas vidas. La observación prueba, por el contrario, que en este inmenso continuo los grandes estremecimientos son perfectamente capaces de propagarse desde las moléculas más lejanas a las más próximas. ¿Qué se diría de un geofísico que, contentándose con señalar los miriámetros, considerara la acción de la luna sobre nuestro globo más grande que la del sol? En la duración como en el cielo, la eficacia de una fuerza no se mide exclusivamente por la distancia.
¿Habrá que tener, en fin, por inútil el conocimiento, entre las cosas pasadas, de aquellas —creencias desaparecidas sin dejar el menor rastro, formas sociales abortadas, técnicas muertas— que han dejado, al parecer, de dominar el presente? Esto equivaldría a olvidar que no hay verdadero conocimiento si no se tiene una escala de comparación. A condición, claro está, de que se haga una aproximación entre realidades a la vez diversas y, por tanto, emparentadas. Y nadie podría negar que es éste el caso de que hablamos.
Ciertamente, hoy no creemos que, como escribía Maquiavelo y como pensaban Hume o Bonald, en el tiempo haya, "por lo menos, algo inmutable: el hombre". Hemos aprendido que también el hombre ha cambiado mucho: en su espíritu y, sin duda, hasta en los más delicados mecanismos de su cuerpo. ¿Cómo había de ser de otro modo? Su atmósfera mental se ha transformado profundamente, y no menos su higiene, su alimentación. Pero, a pesar de todo, es menester que exista en la naturaleza humana y en las sociedades humanas un fondo permanente, sin el cual ni aun las palabras "hombre" y "sociedad" querrían decir nada. ¿Creeremos, pues, comprender a los hombres si sólo los estudiamos en sus reacciones frente a las circunstancias particulares de un momento? La experiencia será insuficiente incluso para comprender lo que son en ese momento. Muchas virtualidades que provisionalmente son poco aparentes, pero que a cada instante pueden despertar muchos motores más o menos inconscientes de las actitudes individuales o colectivas, permanecerán en la sombra. Una experiencia única, es siempre impotente para discriminar sus propios factores y, por lo tanto, para suministrar su propia interpretación.
VII. COMPRENDER EL PASADO POR EL PRESENTE
Asimismo, esta solidaridad de las edades tiene tal fuerza que los lazos de inteligibilidad entre ellas tienen verdaderamente doble sentido. La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente. En otro lugar he recordado esta anécdota: en cierta ocasión acompañaba yo en Estocolmo a Henri Pirenne. Apenas habíamos llegado cuando me preguntó: "¿Qué vamos a ver primero? Parece que hay un ayuntamiento completamente nuevo. Comencemos por verlo." Y después añadió, como si quisiera evitar mi asombro: "Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida." Esta facultad de captar lo vivo es, en efecto, la cualidad dominante del historiador. No nos dejemos engañar por cierta frialdad de estilo; los más grandes entre nosotros han poseído esa cualidad: Fustel o Maitland a su manera, que era más austera, no menos que Michelet. Quizá esta facultad sea en su principio un don de las hadas, que nadie pretendería adquirir si no lo encontró en la cuna. Pero no por eso es menos necesario ejercitarlo y desarrollarlo constantemente. ¿Cómo hacerlo sino del mismo modo de que el propio Pirenne nos daba ejemplo en su contacto perpetuo con la actualidad?
Porque el temblor de vida humana, que exigirá un duro esfuerzo de imaginación para ser restituido a los viejos textos, es aquí directamente perceptible a nuestros sentidos. Yo había leído muchas veces y había contado a menudo historias de guerra y de batallas. ¿Pero conocía realmente, en el sentido pleno de la palabra conocer, conocía por dentro lo que significa para un ejército quedar cercado o para un pueblo la derrota, antes de experimentar yo mismo esa náusea atroz? Antes de haber respirado yo la alegría de la victoria, durante el verano y el otoño de 1918 (y espero henchir de alegría por segunda vez mis pulmones, pero el perfume no será ¡ay! el mismo), ¿sabía yo realmente todo lo que encierra esa bella palabra? En verdad, conscientemente o no, siempre tomamos de nuestras experiencias cotidianas, matizadas, donde es preciso, con nuevos tintes, los elementos que nos sirven para reconstruir el pasado. ¿Qué sentido tendrían para nosotros los nombres que usamos para caracterizar los estados de alma desaparecidos, las formas sociales desvanecidas, ti no hubiéramos visto antes vivir a los hombres? Es cien veces preferible sustituir esa impregnación instintiva por una observación voluntaria y controlada. Un gran matemático no será menos grande, a mi ver, por haber atravesado el mundo en que vive con los ojos cerrados. Pero el erudito que no gusta de mirar en torno suyo, ni los hombres, ni las cosas, ni los acontecimientos, merece quizá, como decía Pirenne, el nombre de un anticuario útil. Obrará sabiamente renunciando al de historiador.
Más aún, la educación de la sensibilidad histórica no es siempre el factor decisivo. Ocurre que en una línea determinada, el conocimiento del presente es directamente más importante todavía para la comprensión del pasado.
Sería un grave error pensar que los historiadores deben adoptar en sus investigaciones un orden que esté modelado por el de los acontecimientos. Aunque acaben restituyendo a la historia su verdadero movimiento, muchas veces pueden obtener un gran provecho si comienzan a leerla, como decía Maitland, "al revés". Porque el camino natural de toda investigación es el que va de lo mejor conocido o de lo menos mal conocido, a lo más oscuro. Sin duda alguna, la luz de los documentos no siempre se hace progresivamente más viva a medida que se desciende por el hilo de las edades. Estamos comparablemente mucho peor informados sobre el siglo X de nuestra era, por ejemplo, que sobre la época de César o de Augusto. En la mayoría de los casos los períodos más próximos coinciden con las zonas de relativa claridad. Agréguese que de proceder mecánicamente de atrás adelante, se corre siempre el riesgo de perder el tiempo buscando los principios o las causas de fenómenos que la experiencia revelará tal vez como imaginarios. Por no haber practicado un método prudentemente regresivo cuando y donde se imponía, los más ilustres de entre nosotros se han abandonado a veces a extraños errores. Fustel de Coulanges se dedicó a buscar los "orígenes" de las instituciones feudales, de las que no se formó, me temo, sino una imagen bastante confusa, y asimismo buscó las primicias de una servidumbre que, mal informado por descripciones de segunda mano, concebía bajo colores de todo punto falsos.
En forma menos excepcional de lo que se piensa ocurre que para encontrar la luz es necesario llegar hasta el presente. En algunos de sus caracteres fundamentales nuestro paisaje rural data de épocas muy lejanas, como hemos dicho. Pero para interpretar los raros documentos que nos permiten penetrar en esta brumosa génesis, para plantear correctamente los problemas, para tener idea de ellos, hubo que cumplir una primera condición: observar, analizar el paisaje de hoy. Porque sólo él daba las perspectivas de conjunto de que era indispensable partir. No ciertamente porque, inmovilizada de una vez para siempre esa imagen, pueda tratarse de imponerla sin más en cada etapa del pasado, sucesivamente, de abajo arriba. Aquí, como en todas partes, lo que el historiador quiere captar es un cambio. Pero en el film que considera, sólo está intacta la última película. Para reconstruir los trozos rotos de las demás, ha sido necesario pasar la cinta al revés de cómo se tomaron las vistas.
No hay, pues, más que una ciencia de los hombres en el tiempo y esa ciencia tiene necesidad de unir el estudio de los muertos con el de los vivos. ¿Cómo llamarla? Ya he dicho por qué el antiguo nombre de historia me parece el más completo, el menos exclusivo; el más cargado también de emocionantes recuerdos de un esfuerzo mucho más que secular y, por tanto, el mejor. Al proponer extenderlo al estudio del presente, contra ciertos prejuicios, por lo demás mucho menos viejos que él, no se persigue— ¿habrá necesidad de defenderse contra ello?— ninguna reivindicación de clase. La vida es demasiado breve y los conocimientos se adquieren lentamente. El mayor genio no puede tener una experiencia total de la humanidad. El mundo actual tendrá siempre sus especialistas, como la edad de piedra o la egiptología. Pero lo único que se les puede pedir a unos y a otros es que recuerden que las investigaciones históricas no admiten la autarquía. Ninguno de ellos comprenderá, si está aislado, ni siquiera a medias. No comprenderá ni su propio campo de estudios. Y la única historia verdadera que no se puede hacer sino en colaboración es la historia universal.
Sin embargo, una ciencia no se define únicamente por su objeto. Sus límites pueden ser fijados también por la naturaleza propia de sus métodos. Queda por preguntarse si las técnicas de la investigación no son fundamentalmente distintas según se aproxime uno o se aleje del momento presente. Esto equivale a plantear el problema de la observación histórica.
Fuente: Bloch, Marc.Introducción a la Historia. Fondo de Cultura Económica, Argentina, 1982.
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